No empecé como
todas a los 11 años robando ropita de mamá ni de mis hermanas
aunque tenía
indicios de mis inclinaciones femeninas,
todavía a los 15 años no eran tan claras. Sólo sabía que un hombre en especial,
Roberto, el mejor amigo de mi padre, me llamaba la atención, me inquietaba con su
presencia, estaba como vendida por su olor mezcla de un perfume muy varonil y
algo muy suyo que no podría describir. Lo que más impresionaba era su voz y su
mirada de profundos ojos azules que parecía traspasarme la piel. Mi madre,
guapísima, se ponía torpe y muy nerviosa con su presencia y mi padre lo
admiraba por su seguridad y éxito, creo. Esos detalles de mis padres ya casi no
importan.
Mi padre y el elegante
Don Roberto compartían la afición por la caza. Y yo, era el único de sus hijos
que podría interesarse por esa afición, lo cual no resultó cierto, aunque ver a
Roberto con atuendos de cazador y el arma en su mano no me dejaba indiferente.
No podía evitar revolotear entre ellos o compartir sus desayunos o sus tardes
de charlas sobre armas, jabalíes, vinos y gastronomía, en mi casa.
Gracias a ese
empeño de mi padre por hacerme de la partida de caza, lo que sucedió fue fácil.
Ellos tenían previsto un fin de semana en plena temporada y mi padre insistía
que ya era hora de que yo fuera con ellos. Por supuesto, aunque no me
interesaba la cacería, no se por qué era una idea que me entusiasmaba. Pero
llegado el momento mi padre tuvo que abandonar el programa por un asunto
urgente de negocios. De esa manera quedé yo enganchada a la cacería con
Roberto, quien se encargaría de mi formación.
Hablo de un hombre,
entonces de unos 45 años, de mucha confianza de mi casa, a quien ya describí
innegablemente atractivo. Me sumé al plan de cacería y de camino a la Sierra,
me enteré que sólo íbamos él y yo; que, como mi padre, dos cazadores más habían
desertado. Me sentí extraña. ¿Que iba a pasar cuando se convenciera de que no
era yo una buena pareja para una cacería de monte?
Durante las dos horas de viaje no podía dejar
de sentir la fuerza de esa masculinidad a mi lado y su trato me hacia sentir
demasiado bien. Al menos la excursión sería agradable.
En medio de un
bosque, cerca de una corriente de agua y en un valle totalmente aislado, estaba
su casita pequeña de cazador, con una sola habitación y un salón de estar con
una enorme chimenea, trofeos y una atmósfera de virilidad apabullante. Ayudé a
encender el fuego y eso me obligó a estar más cerca de él de lo que había
estado nunca. Caía la tarde y la claridad era tenue. Al cabo de un rato a la
luz de la leña ardiendo, puso unas hogazas de pan, embutidos y una botella de
vino tinto. Mi incertidumbre por lo que me estaba pasando crecía. Yo, un chico todavía
adolescente, inseguro, compartiría esa soledad de la montaña y ese lugar
fascinante, con ese hombre que siempre me inquietó sin saber por qué. Tampoco sé
como fue que al beber un vaso de vino y con el fuego de la leña sentí calor y
sin pedir permiso me quité parte de la ropa de cazador que me dieron en casa,
abrí mi camisa y fue como si abriera una caja de sorpresas. Roberto me cogió de
la mano y me habló de la piel de mi pecho ahora desnudo y lampiño, sugirió que
intuía lo que sentía por él y que me sintiera cómodo y tranquilo junto a la
chimenea. Hasta ese momento, no lo he dicho, yo era Félix y estaba a punto de
ser Noelia. El vino, el viaje y el crepitar de la leña me dieron sueño y él
insistió que usara el dormitorio único, que él siempre dormía en una alfombra
junto al fuego en el salón de los trofeos. Accedí y quedé totalmente dormida.
Sería la última noche que me dormiría como Félix. A media noche me despertó un
fuerte viento fuera que golpeaba las ventanas y sentí que no estaba solo en la
cama, que la respiración de Roberto me estremecía dándome en la nuca y una de
sus enormes manos fuertes estaba entre
mis muslos desnudos. Al moverme me
susurró algo que aunque no entendí me erizó la piel. No sabía que pasaba pero
sentía una sensación extraña. El, desnudo, me agarró una mano y la llevó hasta
su miembro y me pidió que se lo
acariciara. Era enorme para mi pequeño a su lado. Su mano retenía la mía en su
pene y yo me sentí como si fuera natural que se la acariciara, que aquello
formaba parte de ese extraño atractivo que llevaba años sintiendo.
Había treinta años
de diferencia entre los dos y una autoridad o poder sobre mi que me impedía
siquiera resistirme. Una palabra me conmocionó hasta lo más profundo. Me llamo
niña. Me beso en los labios y yo ya sabía que era lo que pasaba. Bastante
había visto ya escenas de esas. Yo era la niña en brazos de un hombree que. a
medida que le acariciaba su enorme miembro cada vez más duro, se iba poniendo
más cariñoso con sus manos, se pegaba más a mi cuerpo, que ahora estaba frente
a él acurrucado y como extasiado por las sensaciones, por ese olor tan conocido
y ese magnetismo irresistible. Repitió tanto lo de que bien lo haces mi niña
que empecé a asumirme así, niña. Me beso los pezoncitos hasta erizarme la piel
y ponerlos durísimos. Me desnudó y sin dejar de besarme los hombritos y la
espalda bajó hasta mi rajita y con su lengua húmeda me lamió el hoyito hasta
que casi me hizo llorar de un placer nuevo e increíble. Manejaba mi cuerpo con
facilidad, suave pero enérgico. Así me puso boca abajo en la cama y con
susurros cariñosos y respiración entrecortada
acomodó la cabeza de su pene entre mis nalguitas. Temblé con miedo y
ansiedad. Era una sensación nueva, extraña y carnal, esa suavidad cálida de un
glande grueso de punta redondeada y muy marcado respecto del resto del tronco,
separándome las nalgas Yo ya sabía lo que iba a pasar y estaba deseando que
pasara. Me iba a penetrar. Y lo hizo, ya sin tanta suavidad, estaba
terriblemente excitado que me penetró sin contemplaciones. Estaba algo
lubricada con su lengua, lo suficiente para que mi anito virgen se abriera para
recibirlo pero me dolió. Gemí o chillé. No sé. Fue peor porque eso pareció
excitarle aun más. La sacó bruscamente, de una vez, dejándome un notable vacío
que volvió a llenar con más fuerza, con todo el peso de su cuerpo sobre el mío,
cosa que nunca hubiera imaginado que me haría sentir tan bien. Me cabalgó con
un ritmo frenético al tiempo que me manoseaba los pezones, me metía sus muslos
musculosos entre mis piernitas y seguía diciéndome que nunca se había
tirado a una nena tan rica, que era yo
un dulce, que me haría sentir en la gloria. Y de verdad yo me estaba sintiendo
así. El dolor iba pasando y me ganaba el gusto de ser tomada por Don Roberto,
de sentirme pequeñita, frágil y dócil bajo ese cuerpo enloquecido abriéndome el
culito con un trozo de carne dura y enorme, rompiéndomelo, partiéndome en dos y
jadeando en mis oídos. Me oí pidiéndole que siguiera, que no parara a lo que el
respondía con más dureza y rapidez. Sentí que algo iba a pasar, que su pene,
que me rompía así mi hoyito, se ponía aun más tenso. El ya sólo jadeaba o
bramaba y yo gemía sintiéndome a punto de estallar cuando los dos nos
derramamos a la vez. Yo sintiendo su semen llenándome las entrañas y aturdida
por los gruñidos del hombre eyaculando y mis chillidos de hembrita casi niña
desbocada por primera vez. Luego una sensación de placidez que nunca había
sentido al acabar cuando me masturbába y al mismo tiempo deseando aferrarme a
ese hombre y besar su boca, tocarlo, y lamer sus últimas gotas. Me dormí acurrucada en sus brazos pero poco
tiempo.
El viento afuera era muy fuerte, la llama de
la leña se extinguía. El se levanto desnudo a reavivarla y yo lo esperé con un
deseo o capricho que luego se volvió vicio. Mi lamida al final por sus gotitas
me había gustado. Quería tener ese rabo en mi boca, saborearlo. Era un instinto
muy fuerte que se había despertado en mí. Como tardaba, le dije que tenía frío,
que a su nena le hacía falta el calor de su cuerpo. Volvió con una vela
encendida diciendo que quería ver la carita dulce de la niña que había
desvirgado.
Cuando estuvo de
pie junto a la cama fui gateando hasta tener su rabo relajado al alcance de mi
boca, lo agarré y lamí con suavidad y mucha saliva, empezando por la cabeza
enorme, brillante, rosada, y me la fui tragando, absorbiendo, poco a poco con
cuidado de no hacerle daño ni ahogarme. Sus suspiros me decían que iba bien.
Que por ser mi primera vez estaba bien. Y me puse muy excitada cuando respondió
con su erección y sus palabras de macho dominante y a la vez tierno. Me decía:
Sigue mi niña, así, sigue, te haré hembra, puta y zorra que es lo que eres.
Esa frase, repetida, me erizaba la piel,
me estremecía, me volvía loquísima.
Reconozco que no
sabía muy bien que me sucedía pero en segundos me fui dando cuenta de que me
sentía totalmente encantada con ello. Jugué con mi lengüita inexperta pero
instintiva dentro de mi boquita. Tenía entre mis labios tiernos un ejemplar de
miembro masculino que ahora, con unos pocos años y algunos hombres más, sé que
era una belleza única. Y esa belleza me había desvirgado. Esa maravilla me
había confirmado nena, en una noche, en un momento mágico, en el que
desapareció Felix para nacer Noelia.
Seguí chupando aquello
como a una golosina y con mi desenfrenada mamada estalló en mi boca muy
chiquita para tanta carme y tanto semen, bebí lo que pude y se me escurrió
mucho, desbordándome, mientras me estremecía en terribles temblores de placer
incontrolable. Estaba teniendo yo, ahora lo sé, mi primer orgasmo de hembra.
Era ya la hora de su salida. Me dejó
dormida y se fue solo a cazar. Yo ya no era el único hijo varón de su amigo a
quien había que enseñarle el arte de la cacería de monte. Era una hembrita
joven, de cuerpito complaciente, frágil, piel suave y una muy especial sensualidad femenina
descubierta por él.
Más que compañero
de caza, yo era la presa cazada y el un depredador. En ese momento me di cuenta
que el sabía hacia tiempo que yo era carne fresca y un animalito atrapable. Lo
sabía más que yo. Y yo feliz de haber sido cazada.
Al despertar me
encontré con una sorpresa. Curioseando encontré que en su armario había ropita
de chica. Ropa joven, de muy buena calidad, en parte sensual y rebozando de
erotismo. Fue en ese momento que decidí esperarlo vestidita de nena lo mas
atractiva posible, llamarme Noelia y
vivir aquella aventura con intensidad mientras durase. No olvidaré su asombro y
su reacción cuando me vio vestida así, ni lo que yo sentí al ver su bulto. Me
supe deseada como mujercita por nada menos que aquel hombre maduro, fornido e
irresistible que llevaba años inquietándome; aquel hombre que en ese momento volvía
del bosque, con una escopeta y tres animalitos colgando de su mano, con la
camisa abierta y sudando. Pero eso será el siguiente capítulo. Si quieren
comentarme lo que sea escribanme.