Sucedió en verano y con mi primo. Sé que esto no es muy original; hay muchas historias así. Supongo que el calor y este tipo de parentesco son propicios para los descubrimientos sexuales de los adolescentes, incluso entre varones. Todo empezó como un juego y terminó siendo una maravillosa y extensa aventura erótica entre Ronnie, mi primo, y yo. Quiero presentarme: me llamo Mario, pero suelen llamarme Marito. Aquella vez, cuando sucedió lo que relataré, mi primo terminó llamándome «Marita».
Nuestras familias habían decidido compartir la casa de veraneo en un balneario sobre la costa, al sur de Buenos Aires. En la distribución de las habitaciones los dos varones fuimos confinados a un dormitorio originalmente destinado al personal de servicio, ubicado en la planta alta. Había también un baño pequeño al otro lado del pasillo y, sobre todo, mucha intimidad. Las hermanas de Ronnie y nuestros padres dormían en la planta baja, muy lejos de nosotros.
Era una edad caliente. Yo tenía 17 años y Ronnie 18 recién cumplidos. Él tenía un cuerpo bastante más grande que el mío – yo nunca superé el metro setenta, mientras que él andaba por el metro ochenta y pico -, hombros redondos y fuertes, cabello rubio con rulos, ojos celestes y otros atributos que resultaban extraordinariamente atractivos para las chicas del barrio. Precisamente éstas, las chicas, fueron la causa por la que iniciamos nuestras conversaciones sexuales. Al acostarnos, pasábamos lista de todas las que conocimos en la playa o en cualquier otro lugar e imaginábamos qué le podíamos hacer si estuvieran allí, con nosotros. Todos estos comentarios nos excitaban enormemente, al punto que una noche Ronnie me preguntó si yo me masturbaba. Le dije que sí, que lo había hecho muchas veces. Me propuso que lo hiciéramos, cada uno por su lado, pensando en una chica diferente. Mientras agitábamos nuestras pijas (así llamamos a la polla en mi país) mencionábamos en voz alta nuestras fantasías, hasta acabar esparciendo nuestro semen sobre las sábanas.
El ritual fue repetido durante tres noches seguidas, pero la cuarta, ya terriblemente caliente, no pude evitar proponerle:
¿Querés que yo te la haga yo a vos, y vos a mi?
Ronnie demoró unos segundos en responderme. Él era muy pudoroso y muy creyente de la iglesia católica.
Bueno, dale -, finalmente me contestó.
Fuimos muy torpes al principio; no sabíamos en qué posición colocarnos. Me pasé a su cama y ambos cruzamos el antebrazo sobre el vientre del otro, tendidos en paralelo, boca arriba, sin mirarnos y manoteando a través del calzoncillo. Finalmente, ambos nos sacamos el slip y, quizás por vergüenza, no atinamos a desprendernos de nuestras camisetas de dormir, como si el mantener el torso cubierto nos hiciera más inocentes. Luego, yo tomé la iniciativa colocarme al revés, remedando un 69. Sabía – la había visto antes, a escondidas – que su verga era grande, pero nunca pensé que me impresionaría tanto como cuando la toqué por primera vez. Me recorrió un temblor en el cuerpo y supongo que a él le sucedió algo parecido cuando apresó mi pija .
Nos sacudimos mutuamente nuestras vergas como expertos con las propias y mencionamos muy poco a las chicas. Aquella primera vez yo acabé primero, pero continué masturbándolo para que también él quedara satisfecho. Luego, charlamos un poco y nos dormimos.
Durante el día nunca comentamos, ni siquiera entre nosotros, lo que hacíamos de noche. Para sorpresa de nuestros padres, solíamos ir a dormir temprano, alegando que la playa nos había dejado exhaustos. Luego, allá arriba, construíamos nuestro mundo casi perfecto, sintiéndonos cada vez más libres, desnudándonos completamente y masturbándonos uno al otro, descansar un rato, y empezar otra vez hasta quedarnos dormidos. Estas sesiones duraron varios días y, felizmente, fueron vacaciones largas porque dieron lugar a que una noche, mientras yo agitaba su verga con devoción, acerqué m&a
acute;s mi rostro y me la metí en la boca. Fue un movimiento repentino, no pensado. Tuve un instante de miedo, creyendo que podría enojarse. Sin embargo, Ronnie no sólo no me reprendió sino que exhalo un quejido y se extendió totalmente sobre la cama, como invitándome a que siguiera. Me sentí libre de besar, chupar, sorber esa verga que había estado esos días tan cerca pero a la vez tan distante. Me puse de rodillas entre sus piernas y combando mi espalda, como respondiendo a un rito, puse mi cabeza en el medio de su vértice y mamé de su pija de un modo frenético. Percibía que Ronnie gozaba, se retorcía y me tomaba por la cabeza, enloquecido. Descubrí que yo mismo gozaba dándole ese placer, y de pronto comprendí que podía y quería ser una de esas chicas que mencionábamos en nuestras masturbaciones anteriores. Yo quería ser su chica.
Fue a partir de aquel momento que mis vacaciones se transformaron en arrebato. Puse toda mi alma y mi cuerpo al servicio del sexo de Ronnie, como si debiera convertirme en la mejor geisha del universo. Aprendí a mamar de la verga de Ronnie y a pasar, al mismo tiempo, la palma de mis manos sobre su pelvis, recoger sus huevos entre mis dedos, humedecer su glande con mi saliva, secarla con mi lengua y volverla a mojar. Hube de absorber sus líquidos pre seminales y pedirle que observara cómo pasaban por mi garganta. Lo mismo le solicité aquella vez que tragué todo su semen. Sé que estaba sorprendido: no esperaba de mí esos servicios. Yo quería seguir sorprendiéndole y avanzaba siempre un poco más con mis audacias. Había dejado, por ese tiempo, de ser varón. Quería a Ronnie para mí y logré que olvidara a las chicas.
Al fin, decidí invitarlo:
– Quiero que me penetres, le dije.
Supongo que lo esperaba. Mejor aún: lo deseaba, porque me confirmó que sí, que quería meterse por mi culo. Yo tenía un poco de miedo y él también. Sabíamos que podíamos lastimarnos si no lo hacíamos bien y tuve que hacer una incursión hasta el baño de planta baja para obtener un pote de crema. Ambos sabíamos, no sé de dónde, que era necesario lubricarse. Excepto el pequeño contratiempo de mi madre preguntando qué buscaba, pude obtener lo que necesitaba y volver a nuestra habitación. Allí empezamos lo que fue, en realidad, casi una ceremonia.
Pactamos, en primer lugar, cómo lo haríamos. Pensamos que lo mejor era imitar a los perros; yo me pondría en cuatro patas y él me montaría. Con prolijidad y mucha dulzura, Ronnie untó mi esfínter, el «himen», como lo llamamos en esa oportunidad. Ambos temblábamos de pensar en lo que vendría a continuación. La manipulación de sus dedos entre mis nalgas, rodeando el – hasta ese entonces -, pequeño orificio, no hizo más que enloquecerme completamente y rogaba en silencio que me penetrara de cualquier forma y rápido. Los dos estábamos desnudos y en penumbra. Podía distinguir su verga durísima y palpitante.
Al fin, se ubicó detrás de mí. Yo cerré los ojos. Su capullo (ese hermoso capullo de mi Ronnie) se apoyó sobre mi piel y tímidamente empujó hacia el centro. Yo afirmé mis piernas sobre la cama, esperando. Empujó más, y ya estaba allí, en el umbral de mi cuerpo. Yo arqueé la espalda para dejar el paso libre y él insistió suave pero tenazmente y…
Aún hoy siento ese infinito placer. Ronnie se me metió dentro. Él gimió, como yo y hasta temimos ser percibidos desde abajo. Eso hizo que nos detuviéramos a escuchar por si había movimientos en la habitación de nuestros padres, lo que resultó ser una maniobra deliciosa: su verga estaba dentro de mi culo, quieta, alerta como nosotros, pero llenándome completamente. Pasado el susto, empezó a bombearme suavemente y yo lo acompañaba como una puta avezada. Fue tan maravilloso que duró muy poco. Explotó en mí, me llenó de leche y tuvimos que reposar para continuar más tarde.
Esa ocasión fue otro quiebre en mi conducta. Estaba decidido a ser una verdadera puta. Durante las noches siguientes cabalgué sobre Ronnie como una amazona, gimiendo para excitarlo aun más, abriendo las piernas, subiendo
y bajando; inventé posiciones, lo invité a ensayar posturas imposibles, él me siguió en todas y recibí tanta leche que aún después de bañarme y durante el día sentía su olor en mi cuerpo. Me acompañó todo el tiempo, además, un suave dolor en mi «himen», que me recordaba la presencia del miembro de Ronnie.
Continuamos con la costumbre de no comentar nada, ni siquiera entre nosotros, mientras brillara el sol o estuviéramos con otra gente. Pero a la noche, en el dormitorio, volvíamos a desnudarnos; yo estimulaba mi imaginación para sorprenderlo, buscaba su leche y escamoteaba la mía para prolongar el goce de su goce. Mi pene es corto y gordito, no quería que Ronnie le diera importancia, pero me buscaba para excitarme, tan sólo para que yo repitiera el ofrecimiento de mi boca y de mi culo, de mi cuerpo entero, para recibir más leche.
Ese verano terminó y nunca más hicimos nada igual. Nunca más lo hablamos. Yo tuve una vida «normal». Me casé, tuve hijos. Él también. Aquel verano quedó encapsulado entre prejuicios y aquellos sentimientos míos sólo despertaron con otro hombre, mucho tiempo después, hace un año, en un chat. También esto se acabó, de un modo desdichado, pero me muero por ser, otra vez, aquella puta incansable que enloqueció a Ronnie.