En esta época en la que las imágenes y el video dominan absolutamente todos los ámbitos, los “relatos eróticos” brindan la posibilidad de activar la imaginación de los lectores, independientemente de las condiciones o de los conocimientos que se tengan para la escritura propiamente dicha; de ese modo, quienes gozamos leyendo relatos y nos excitamos imaginando o tratando de visualizar las situaciones descritas, encontramos este espacio por demás placentero.
Si de épocas se trata, yo nací hace casi cinco décadas atrás y por ende crecí en tiempos en los que Internet, la telefonía celular, la televisión por cable y en síntesis, la imagen en general con todo lo que ello significa, no existía y por ende nosotros, los chicos, en cuanto a sexo se refiere, teníamos que explorar todo por nuestros propios medios y como se dice en la “jerga popular”, arreglárnosla solitos.
Eran muy común y normal, al punto tal que hoy en día existe muchísima información general e inclusive profesional que lo avala, los “juegos sexuales” a partir de los ocho años más o menos (yo, particularmente, comencé dos años antes) y sobre todo entre el mismo género, tal vez por una cuestión de afinidad, teniendo en cuenta que por aquel entonces, niños y niñas no solían compartir los mismos juegos y los mismos espacios, por ejemplo, salvo el ámbito escolar.
Toqueteos, manoseos, “apoyaditas”, miradas y observaciones de las partes íntimas y obviamente cojidas propiamente dichas, con la salvedad de la ausencia de penetración por motivos mucho más que razonables, cuales son en principio, la ausencia total de erección y eyaculación; eran los tiempos de “la cambiadita” (una vez cada uno), pero siempre y en esto tal vez haya tenido mucho que ver los “códigos”, que se manejaban en aquel entonces, sin abusos y sin violencia alguna.
Un episodio que siempre me causa gracia traer a colación, sobre todo y muy especialmente por mi condición sexual de “gay de nacimiento”, como sostengo habitualmente, es que a mis diez años de edad, solía “toquetearme” con una chica de mi edad, que vivía al lado de mi casa, aunque tengo que reconocer que era ella la que en todo momento tomaba la iniciativa; recuerdo particularmente que ello sucedía al resguardo del patio trasero o de algún otro recoveco.
Una vez sentados uno al lado del otro, Mónica, tal el nombre de mi vecinita, tomaba una de mis manos y levantándose el vestido o la pollera, la ponía por debajo de su bombacha, encima de su conchita y me hacía tocársela, recriminándome inclusive si yo llegaba a dejar mi mano quieta en su zona íntima, en lugar de manosearla; mientras tanto ella hurgaba con su mano en mi entrepierna (yo aún vestía pantaloncitos cortos) y por debajo de mi calzoncillo, hasta dar con mi “pito”.
No solo Mónica agarraba, acariciaba, toqueteaba y manoseaba mi fláccido miembro infantil, sino que además me ilustraba sobre temas sexuales, a saber:
-“¿Sabés como cojen los hombres y las mujeres?” – Me preguntaba y después de que yo encogiera levemente los hombros en señal de desconocimiento, se explayaba:
-“Primero se desnudan y se van a la cama; allí, después de besarse en la boca, el hombre le chupa las tetas y la concha a la mujer; cuando el hombre termina, la mujer le agarra el pico y se lo chupa todo hasta que se le para y se le pone bien duro, entonces la mujer separa las piernas, abre la concha y el hombre le mete el pico adentro” – Y continuó diciendo:
-“Y después empiezan a moverse y hacen ¡ah! ¡ah! ¡oh! ¡oh! Hasta que gritan y se quedan un rato descansando en la cama” – Para finalizar su extraordinaria clase teórica de sexo, esgrimiendo:
-“¡Ah! Y a algunas mujeres les gusta que se la metan por el culo”.
Esta incitante y sensual alocución, máxime proviniendo de una chica, podría excitar a cualquiera y despertar un profundo deseo sexual, pero en mi caso particular y siendo yo un chico de diez años, tomé todo aquello solamente como información general; con el correr del tiempo, supe que quienes ilustraban e instruían a Mónica, mi vecinita, en los temas sexuales, era dos chicas adolescentes que vivían también en el barrio, pero que no iban más allá de la estricta teoría.
Toda la sumisión y la pasividad que podía yo tener para con Mónica, las tenía también para con los chicos del barrio y mis compañeros de escuela, pero por suerte para mí estos iban mucho más allá de insipientes toqueteos y manoseos y que el palabrerío sexual en general, para gozar (y para hacerme pasar momentos por demás placenteros) directamente con mi hermosísima cola desnuda; una masa glútea que por su forma y su tamaño, sobresalía muy nítidamente del resto.
En casa, mi propio entorno familiar, compartía conmigo también esa especie de exaltación por el tamaño, la forma y la inusual belleza de mi cola y en una época en la cual los padres eran quienes elegían el vestuario de sus hijos, hasta ya bien entrados estos en la adolescencia, me vestían con ajustados, bien cortos e inclusive muy “cavados” pantaloncitos, los que al no poder contener en su totalidad a mi enorme masa glútea, dejaban al descubierto parte de mis carnosos “cachetes”.
La sumatoria de esa especie de “visto bueno”, por parte de mi propio entorno familiar y mi total y absoluta falta de vergüenza, tapujos y pudor a la hora de exhibir mi aterciopelada y exageradamente blanquísima cola desnuda, aún en plena vía pública y sin reparos en la posibilidad cierta de “miradas indiscretas”, no podía dar otro resultado cual el hecho concreto de que los chicos, me toqueteasen, me manoseasen y me cojiesen a diario y en todo lugar.
Una situación que grafica y ejemplifica todo lo expuesto, es la siguiente:
Una tarde, estábamos un grupo de chicos del barrio, en una de las tantas esquinas; algunos se encontraban sentados sobre la vereda y los otros, entre los cuales me encontraba, parados y apoyados contra una pared. En determinado momento, uno de los chicos que estaba sentado, estira su brazo comienza a toquetear la porción de mi culo, que quedaba fuera del pantaloncito corto; muy lejos de incomodarme y de molestarme, yo estiro el elástico del pantalón para permitir que el chico pudiera manosear con mayor facilidad, mis carnosos “cachetes” y mi “zanja”.
A todo esto, el resto de los chicos, incluido también yo, continuamos con la conversación como si ello fuese también parte de la rutina diaria y solamente alguno intercambiaba un par de miradas, tanto con el chico que me estaba tocando como conmigo, para, sin decirlo explícitamente, tomar el próximo turno para toquetear y manosear mi increíble y alucinante cola; ello en plena vía pública y a la vista que todo aquel que eventualmente pudiese transitar por ese lugar.
“Bajate Walter (el pantalón obviamente), así te cojo un rato antes de irme a casa”.
Podría llegar a decirme alguno de esos chicos, al finalizar la amena conversación infantil y en esas circunstancias sí, buscábamos un lugar un poco menos público y algo, aunque más no fuera, oculto y reservado y allí, sin ningún tipo de objeción alguna, yo me desnudaba de la cintura para abajo, para el chico cojiese mi maravilloso culo; algunos inclusive antes de cojerme, de toquetearme y de manosearme, se deshacían en elogios y en halagos hacia esos “cachetes”.
Cómo me gustaba todo aquello; me encantaba, me fascinaba, me producía un gozo, un placer y una satisfacción, a pesar de mi corta edad, que resulta muy difícil explicarlo con palabras y solamente la capacidad de imaginación y de visualización de los lectores, podrán seguramente captar en forma cabal, las situaciones concretas que se daban en aquel entonces, mis diez años de edad, entre todos los chicos del barrio y yo; entre mi hermoso culo y mis “cojedores”.
Soy Walter Hache y mi correo electrónico es:
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